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Tucumán

CHARQUI

(2015-2018)

 

El día del lanzamiento de la propuesta los organizadores invitan a los editores de Charqui a participar del primer festival de Yungas Open Haus. Les dicen que hagan lo que quieran. En algún lugar de la antigua casa de Villa Nougués, tendrán un espacio. Los editores no averiguan mucho más, no buscan precisiones, simplemente aceptan y, de manera un poco divagante, que es el estilo frecuente de sus conversaciones, se ponen a charlar sobre el asunto.

Les resulta curioso que los hayan invitado al evento, no por la invitación en sí, ya que, debido al medio en el que se mueven, muy a afín a los organizadores del festival, era esperable, sino por la situación de abismamiento que implica. Es que la invitación, como acto gestor, se podría decir como fecundación, ocupa un lugar central en los eventos de lectura que ellos suelen organizar. Ahí, creen, mediante la invitación se pone en funcionamiento un mecanismo compuesto de supuestas validaciones, prejuicios, vanidades, sobrentendidos y malentendidos sumamente inestable pero al mismo tiempo capaz de crear el marco en el que sucede todo.

Lo que hacen habitualmente es elegir a un grupo de personas. Cada una de ellas conlleva una operación, un proceso. Las elecciones, por supuesto, no son gratuitas. Lo que eligen —merced a las opiniones que se han formado en base a trascendidos diversos, a los chismes, a lo que han podido entrever y leer en publicaciones de todo tipo, en exposiciones, en las redes sociales, en fiestas, etcétera—, más que una persona, es directamente una figura: algo, una construcción. Luego, envían por correo electrónico las invitaciones, cuya redacción consideran un trabajo clave, suerte de edición previa, intento de, a través de una consigna, presionar levemente al convocado, como si fuera una pústula, para ver qué supura.

Charqui está inactiva cuando los editores son invitados al festival. Una serie de sucesos complejos, más desconcertantes que adversos, la ha paralizado. Por eso los editores asumen el hecho de haber sido invitados, si no como promesa de sobrevida, al menos como prueba de cierta permanencia espectral. Acuerdan por chat que algo harán y tantean un par de ideas escasamente esbozadas: tal vez les pidan a los convocados que improvisen un relato sobre un tema cualquiera, quizá sobre cómo llegaron al evento y, si lo tienen previsto, cómo se irán de él, o en una de esas simplemente los entrevisten. Qué buscan con eso, lo ignoran, como también desconocen cuál es el propósito de la actividad editorial que persiguen. (Y es así: no tanto la practican; la persiguen). Sospechan que acaso únicamente les interese la perplejidad frente a los materiales disponibles e incluso la puesta en duda de cuáles serían tales materiales. Hay algo que llenar, en todo caso —un catálogo: un recipiente—, y a lo mejor nada más pretendan ver qué cosas recibe y cuáles repele ese hueco que tienen abierto delante de ellos.

El día señalado, van al festival en el auto de uno de los editores, acompañados por la novia de este, un psicoanalista y una artista visual. Siguiendo el balanceo de los cuerpos en el camino sinuoso de montaña que recorren, la charla se mueve de un tema a otro. Hablan de cine, de un masajeador eléctrico, que, conectado al auto, actúa sobre la espalda del psicoanalista, y de las confesiones sexoafectivas del editor que está en el asiento trasero, entre el psicoanalista y la artista, todo de un modo superficial, rápido, apenas conversado, sin debates ni reflexiones: meras frases que dicen por turnos, como si fueran armas para luchar contra el silencio cada vez que amenaza con aparecer. Ya en la casona de Villa Nougués, cerveza en mano y ubicados ligeramente al margen del festival, continúan con una dinámica parecida: más que conversar, intercambian motivos de conversación y, en ese contexto, los editores no saben si introducir el tema que los ha llevado hasta ahí, es decir lo que deberían hacer con Charqui. En cada pausa —en el instante en que, semejante a un amigo un tanto pesado al que no se le quiere dar cabida, se abre paso el silencio—, la vacilación se renueva, da la impresión de que alguno de los editores introducirá la cuestión.

Finalmente, el más indeciso de los dos plantea el punto, pero lo presenta como origen de una duda. El otro recoge el guante y propone respuestas. Son un dúo bifronte, el dubitativo y el pragmático, que da resultados mixtos y que —cuando por fin gestiona— por lo general produce obras ambiguas, de consistencia dudosa. Aunque acuerdan hacer todo ese día —o sea escoger a los artistas, producir, editar y vender las piezas resultantes ahí mismo—, lo que harán, digno fruto de la hesitación, se perfilará realmente en instancias posteriores, tal es así que el último acto será el definitorio. Por el momento, cada uno elegirá un artista y tratará de sacarle un asomo de obra —un dibujo o cualquier tipo de intervención efectuada en hojas A4— y, mediante la entrevista, un texto para imprimirle encima o en el reverso.

Se pasean por el predio en busca de una presa. El lugar está lleno de artistas. Lo cual lógicamente les dificulta la tarea. La oferta es demasiado abundante. ¿Por cuál optar? Podrían eternizarse en ese paseo, quedar loopeados en el desfile de artistas, contemplando con la memoria las obras de cada uno de ellos, evaluando la conveniencia de reclutar a uno o a otro. De hecho, la tarde declina y aún no han decidido. Es preciso acelerar. Uno elige a la artista que ha viajado con ellos en el auto, cuya obra aprecia y de quien intuye, pese a que apenas la conoce, que se someterá al proceso sin muchos planteos. El otro escoge a MT.

Pronto MT manifiesta ciertos titubeos. ¿Qué es lo que tiene que hacer exactamente? Expresa que un poco lo halaga el haber sido seleccionado, y eso lo impulsa a participar, pero… ¿Qué podría decir? ¿Tiene que hablar en público? ¿Para qué? Los editores se cierran sobre él como una pinza. Si bien lo hacen con delicadeza y sin recurrir a la lisonja explícita u otras tácticas destinadas a la tortura de la vanidad, aprietan. Una artista amiga de MT y conocida de los editores se suma voluntariamente a la tarea. Hasta asume un rol materno, le habla a MT con ternura y lo mueve a aceptar. Está bien, concede MT. Arreglan que pasará al lugar destinado a la entrevista, que será pública, y se someterá al interrogatorio, que girará en torno a cuestiones previamente charladas con el editor que lo ha escogido. Sin embargo, señala que sigue más bien plegado al mutismo e insiste en que no puede dar garantías de nada.

Ya es de noche. Y todavía falta que toque una banda para que les llegue el turno de tomar el micrófono. No habrá tiempo de editar las obras en el festival, mucho menos de subastarlas, como querían. Será un episodio trunco, anulado por el olvido, o deberá ser concluido durante los días, tal vez las semanas, quizá los meses siguientes. A MT, si bien ha intervenido las hojas A4 que le entregaron los editores, se lo nota incluso más dispuesto a sustraerse que antes. Se desplaza en un movimiento pendular: sí y no; entra y sale de un espacio que de todos modos no es nada salvo una delimitación caprichosa. Los editores hallan en la actitud de MT un espejo apenas deformante de la de ellos. Por eso, cuando se produce la entrevista, encuentran que el resultado —las distintas formas de silencio que MT practica a modo de respuestas—, si bien los deja con las manos vacías, se acomoda perfectamente al estilo reticente, de escritura y a la vez de borrado, con que ellos mismos ejecutan la tarea que les toca.

Pasan los meses y nada se ha hecho. Cada uno de los editores se tuvo que ocupar de sus asuntos personales, ambos con un pie en la migración hacia otra provincia, y el espectro de Charqui, tenuemente visible durante el evento de Yungas Open Haus, el único de 2018 en conjurarlo, se esfumó otra vez. Quizá se pueda juzgar estos años de trabajo como un fracaso. ¿Pero qué sería un éxito para una editorial tan pequeña y dada a la reflexión —o lisa y llanamente a la experimentación— como Charqui? Tal vez se considere que no haber podido terminar su ciclo de lecturas, tal como los editores lo habían ideado, y ni siquiera haber obtenido una obra, una plaquetita de nada, del último evento realizado, ciertamente se parece más al fracaso que al éxito, por mucho que la diferencia entre ambos esté borroneada por la experimentación. Como sea, ambos términos significan poco en el contexto de Charqui, pero además hay una carta que los editores siempre han tenido bajo la manga y que, creen, es hora de jugar.

Puede que la analogía sea excesiva. “Una carta bajo la manga”. Dicho así, causa la impresión de ser una jugada ganadora. Y por supuesto no lo es. Como mucho se trata de una carta capaz de ofrecer una alternativa de escape, una fuga paradójicamente hacia la detención, un comodín de validez cuestionable que congela la partida. Y es que la escritura provee al usuario de la ilusión de que, por medio de su práctica, una forma de fijación, podrá rescatar las cosas del fracaso más absoluto: la desaparición total, el olvido. Todo habrá quedado a medio hacer, habrá fallado, pero, especie de fantasma de los sucesos, queda el texto, para que alguien alguna vez lo lea y recree en su mente los hechos; así, incluso podría ocurrir que el lector considere el texto en sí mismo una obra que abarca y justifica las piezas contrahechas e incompletas que recoge, y le otorgue algún valor, aunque más no sea el mínimo necesario para recorrerlo entero, llegar al punto final y, quizá, permitirle resonar un tiempo en su imaginación.

Unas memorias, entonces. Lo que tienen para encarar su realización es un rompecabezas: algunas fotos, las invitaciones que les enviaron a los convocados, los relatos y las poesías que estos escribieron especialmente para los eventos y las fotocopias de un texto, misteriosamente perdido en versión digital, que alguna vez redactaron para llevar a La Rioja.